Esa noche el firmamento
negro, puro y sutil,
daba magnífica presencia
a su gema de marfil.
Estábamos sentados
en un rincón del planeta,
era un hermoso valle
aunado de musas y de leyenda.
Permanecíamos silentes
con mirada sigilosa,
yo, con mi mente vidente,
él, con sus ansias lujuriosas.
Recorrimos cada estrella
que se acercaba a la hermosa gema.
Cantamos con los ruiseñores
en nuestra gran desvela.
Pero luego el rocío
nos llenó de tanto llanto,
y entre lío y lío
fui yo, perdiendo el encanto.
La noche consumía
y devoraba a su gema;
nosotros, gracias a ella,
pasamos de amores a centinelas.
No bastó ni sobró
cuando el astro de astros se asomó
y alumbró toda aquella escena,
y con su mirada nos envestió.
No he vuelto a saber de él,
pues más nunca vi la noche
en ese valle encantado
lleno de musas, valle adorado.
Según me dijeron,
él se sienta cada noche
a observar el firmamento,
pues es su más preciado alimento.
No sé nada de la luz
ni de la claridad.
Sé, no supe pedir perdón,
y eternamente quedé
susurrando el olvido
en una noche cualquiera, con él.
Ahora pienso en él
cuando cae el ocaso,
y tiemblo y lloro su partida,
y mi alma se hace pedazos.
El último día en el que me hube con miedo a la noche.
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