jueves, 21 de julio de 2011

CÁLAMOS CONFESIONARIOS

Cálamos confesionarios que se aterran
cuando se dejan palpar libremente
por las garras que el cielo me impuso por uñas.
Dan asco, pero me inculcan infinita sabiduría
sin necesidad de recurrir a La Academia,
porque mis dudas se convierten en respuestas
-sin contestar a nada-
ante la bizarría de irrumpir en sus moradas
para tachar silente sus altos grados de estupidez.

Otrora, me incitaban a la continuación de algún prefacio egregio
que exhibía con violencia alguna doctrina impoluta y eterna,
surrealista y bella, sencillamente sincera;
tan ajena a ellos y al hedor inconfundible
de la transmutación de sus rictus indoctos y pusilánimes
¡oh! tan apasionadamente serena, que me excluye
de la sandez de aquéllos cálamos confesionarios
que desdoblan en vano mi visión fúlgida en lánguida y pueril,
calcinando uno de mis ojos por otro,
para que yo no me ría de ellos ni les pueda ver.

Y a grietas impertérritas
las horas se dibujan solitarias y dudosas
y amortiguan su paso al vaciar mi perfume en ellas,
sentenciando el reloj de arena para que no encasquete prisas
mientras ardo en la más tenue y lunática grandeza,
que deje mi piel ilesa
ante esos cálamos confesionarios que a mí se entregan,
devorados y con fracturas en las piernas
por haber mitificado el oprobio de sus condenas,
otorgándome la satírica victoria escalofriante y abismal
que tanto les idiotiza y les enferma.

Sufren esas cuerdas de puños mequetrefes
que sólo disertan el hastío sobre la vacuidad
de alguna convención hipócrita de sangre y luto,
que tácitamente reverbera indignada ante su mancha ignominiosa
-porque ni ella misma se lo cree-.
Y se hunden en su oprobio impúdico de sordidez,
mientras que a mí, me permiten continuar y crecer.

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